lunes, 26 de octubre de 2009

EL CAFE Y SUS PIES

Cada día cuando cruzo el umbral del santuario del café, me hago la misma reflexión : ¿cómo es posible que en el siglo XVI, en Alemanía, estuviera prohibido el consumo de café?
Absurdo, o quizás una maldad de un regente estúpido, obsesionado por privar a sus súbditos de un fruto tan delicioso.
Al instante, sin mediar palabra, el humeante y corto café destila su aroma en una pequeña taza sobre mi mesa. Mesa de mármol, como no.
Acerco la taza a mi boca. Ese momento es sublime.
La magia del instante queda colapsada, en el momento en que una joven ninfa hace su entrada en el local.
A escasamente dos metros de mi, ocupa el asiento próximo a la barra para hacer la comanda de un café.
Mi mente se distrae del café y mis ojos recorren el reverso de su figura.
El cabello recogido con una pinza juega al equilibrio sobre lo alto. Es de un intenso color castaño. Su cuello largo reposa sobre una sólida espalda. Una blusa de vivos colores termina poco más allá de su cintura.
El trasero cubierto con unos vaqueros desgastados es “cuasi” perfecto.
Sigo observándola detenida y placidamente hasta llegar a lo más precioso que mis hipnotizados ojos puede ver. Sus pies son el punto culminante.
Pies divinos de talón redondeado. Limpio. Blanco alabastrino.
La posición de sus piernas los dejan al descubierto casi en su totalidad.
Los dedos parecen cincelados por una mano divina, capaz de modelar en proporciones aureas cada milímetro.
Las uñas ni cortas, ni largas, lacadas en rojo, captan además del brillo de éste furtivo espectador, toda la luz que entra en el local.
Dos tiras negras se cruzan por el empeine abrazando ambos pies.
Siento envidia de esas tiras que los abrazan y del aire que los envuelve.
El borde de la taza aun sigue en mis labios. El café se derrama en mi paladar pero mi mente solo piensa en sus pies. Son ellos los que penetran dentro de mi. Ya son míos.

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